Siempre he pensado que la desigualdad, gústenos o no, es un rasgo esencial de nuestra humanidad. Así como el reparto de los talentos nunca ha sido equitativo, tampoco ha sido equilibrada la distribución de las virtudes, la razón o la bondad. Y, cada tanto, nos vemos frente a palmarias demostraciones de esa diferencia original.
Hoy, sin ir más lejos, presenciamos gigantescas demostraciones de abnegación, generosidad y sacrificio. Miles de aquellos que desempeñan sus tareas en hospitales, clínicas y otros centros de salud han demostrado cómo, en la hora del reparto de nobleza, recibieron mucho más. La incansable demostración de compromiso social, de espíritu de servicio y de apego a los principios de su profesión, les ha llevado a desempeñar sus tareas más allá de lo exigible y mucho más allá de su propia conveniencia. Ya vendrá el tiempo, cuando la tormenta pase, de los reconocimientos y la gratitud tan merecida.
Mientras tanto, los aciagos días que enfrentamos, han sido la ocasión de comprobar cuan poca sensatez, prudencia y empatía tienen otros. Aquellos que, sin reflexión ni discreción alguna, van a fiestas clandestinas o pasean su humanidad expuesta al virus sin miramientos, medidas de cautela o discreción. Pareciera que la carencia de juicio les hace creerse invulnerables. Pero, nosotros lo sabemos, el desatino les nubla la razón, mas no les inmuniza frente al virus. Y más temprano que tarde llegarán, entre asfixias y aflicciones, a implorar los tratamientos y exigir las atenciones que nunca creyeron requerir. Se nota que, en el reparto de cordura y madurez, algunos recibieron muy poco.
Cuando la pandemia se vaya y sea la hora de recuentos y homenajes, cuando intentemos dar a cada uno lo suyo, ya sabemos quienes habrán de ocupar sitiales de privilegio. Estarán allí quienes se esforzaron más allá de lo exigible, aquellos que demostraron calidad humana, sintonía con el prójimo y comprensión de la emergencia. Aquellos que aportaron sugerencias, valoraron desvelos y demostraron siempre su empeño en colmar vasos nunca llenos. Y no estarán, estoy seguro, quienes porfiadamente se empeñan en poner obstáculos, los que critican sin aportar y pareciera que se regocijan con cualquier retroceso, obstinándose en vaciar el vaso que otros, nunca ellos, tratan de llenar.
Ya dije que las gracias y los defectos están desigualmente repartidos. Es por eso que, junto a miles de funcionarios policiales destacados en el cumplimiento de sus deberes, ha habido un puñado de los otros, aquellos que han olvidado su misión de resguardo de la seguridad y el cumplimiento de la ley. Así también hemos visto miles de educadores que, con premura y voluntad, aprenden y enseñan en contextos diferentes a los tradicionales. Su compromiso con los niños les ha impulsado a crear nuevos métodos y concebir nuevas formas de enseñar. Y así como emociona ver profesores cuya vocación no se suspende ni se estanca en la pandemia, sorprende y exaspera observar a otros, llamados a dirigir, empeñados en cerrar colegios y postergar aprendizajes.
Hace tiempo aprendí que las crisis, de cualquier tipo, provocan dos efectos. Por un lado, son la oportunidad de cambiar, de hacer recuentos y enmendar rumbos. De recomenzar. Y, por otra parte, las crisis logran sacar lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Son el momento en que miles de personas demuestran sus virtudes y valores. Pero, a la vez, son la ocasión en la que, algunos, manifiestan sus defectos y sus vicios.
Esta funesta pandemia nos ha demostrado, una vez más, que a la hora del reparto del buen juicio, la empatía y la nobleza, algunos llegaron tarde y quedaron con sus manos, su cabeza y su corazón vacíos.