El obsesivo afán de los maulinos por superar a los talquinos (a los que sin embargo envidiaban) data desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando las familias piducanas fueron descubriendo las playas maulinas y no tenían mayor impedimento en abordar las lanchas en Linares de Perales para viajar dos días, Maule abajo, en los veranos.
Cuando la realidad del ferrocarril se hizo tangible, aquel desborde talquino a las negras arenas de las costas maulinas fue cada vez mayor.
Constitución era un hervidero de empresas: bodegas de compra de frutos del país, desembarco incesantes de productos de los valles centrales y transacciones de todo tipo. La fundación del Banco de Constitución a principios del siglo XX fue la culminación de aquel auge económico.
Pero volvamos a la estatua y su tragedia. Mariano Latorre, hijo y nieto de maulinos, ha recogido detalles en sus libros. No se sabe exactamente de quién fue la idea, pero sí de sus ejecutores. Las razones eran simples: todos los grandes puertos y ciudades del mundo tenían un monumento que los caracterizaba: París, Suiza, Estados Unidos. Constitución era fruto y producto del comercio. Entonces, dice Latorre, alguien, en el Club Social, tan cerrado y excluyente como el talquino, lanzó la idea de traer un símbolo estatuario desde Europa.
Se pedía que fuese de un autor renombrado, con prestigio del renacimiento y alzarlo, antes que Talca u otra ciudad del centro, como símbolo desafiante de su prosperidad. Tras varias alternativas – casi todos eran hombres de cultura – se eligió la estatua del dios Mercurio, que en la mitología romana era el protector del comercio. Se debatió que su nombre estaba asociado a la voz latina merx (“mercancía”) y era relevante creación del autor nacido en Francia, pero formado en la Italia del siglo XVI, Giovanni da Bologna, conocido más tarde como Juan de Bolonia.
Salvo en Santiago, había escasas y casi nulas referencias de estatuas de altura y presencia en el Chile de entonces. Tras un no escaso intercambio de opiniones, se optó, como se ha dicho, por adquirir la representación en bronce de la famosa estampa del dios Mercurio en Europa. Si bien no se estableció quién dio la sugerencia principal (menos aún después del escándalo surgido) lo cierto es que don Juan Duprat, bisabuelo de Mariano Latorre, fue comisionado para efectuar la compra y traerla al puerto.
Reunidos los recursos, que no fueron pocos, la obra, de dos imponentes metros, fue embarcada en el vapor “Perú” hasta Valparaíso y ahí trasladada al “Paquete de Maule” para su conducción al puerto maulino. Era 1883.
“Semejante a un ataúd – evoca Latorre tomando el recuerdo de sus mayores – una tarde de verano, la grúa estridente del vapor la depositó en el fondo de una lancha y la lancha la llevó hasta el puerto”.
Al desencajonar la estatua fue el primer impacto para los maulinos: el Mercurio de Juan de Bolonia era la efigie del dios, casi volando por el aire, con ambos pies alados y uno de ellos apoyado en un pedestal. Pero estaba desnudo, sin arreglos ni pliegues que cubrieran su masculina y bien dotada sexualidad. Los franceses, encabezados por Fernando Court, alabaron la belleza de la obra y su soberbia estructura y apolíneo cuerpo. Pero otros, italianos, ingleses o chilenos quedaron perplejos. “Era visible – escribe Latorre – que no se habían formado una idea clara de la estatua ni se atrevían a emitir un juicio sobre ella”. Alguien, culpando de aquella gestión a los Court y Duprat, murmuró en voz baja: “Estos gabachos siempre cochinos”.
Se debatió varios días sobre el lugar donde instalar aquella obra. Las damas, advertidas por maridos, padres o hermanos, no se atrevieron a acercarse a conocer el ya discutido monumento. Desde luego se descartó la plaza: esa “indecencia” no podía estar frente a la Iglesia donde todos los domingos concurrían fieles y sobre todo “niñitas inocentes”.
Fue en el mismo Club Social donde se resolvió la ubicación. Se estimó que el mejor lugar era frente al muelle, donde atracaban barcos y vapores y se agitaba la intensa actividad bursátil. El dios de los comerciantes quedaría mirando hacia el río, en un pedestal de madera, como símbolo del progreso de Constitución. Allí se instaló a principios de 1884.
Efectuados los trabajos, alzado el soporte, el Mercurio se elevó al lugar ya dispuesto. Pocas personas asistieron a la inauguración. Ya la polémica estaba instalada. El propio párroco local, padre Tomás Albornoz, dijo en una prédica que ese “mono desnudo no era cosa cristiana”.
La primera medida fue que las madres prohibieran a sus hijas llegar hasta el muelle. Ello indignó a las chicas por cuanto, en el desembarco de veraneantes u oficiales mercantes, todas – o casi todas – buscaban al pretendiente. Hubo llantos y ataques de histerias femeninas, pero las inflexibles matronas maulinas no cejaron. La moral era la moral. Sólo las hijas o sobrinas de la familia del líder radical don Mac-Iver les fue permitido llegar hasta la efigie.
La frase más recurrente era: “Hay del que se atreva a mirar esa indecencia”.
Pero, con la presión de los sectores más católicos, encabezados por el Padre Albornoz, se optó por trasladar al “mono de bronce” (como se le llamó) hasta el sector de La Poza. Allí estaría más retirado y lejos de la juventud sana y de quienes se horrorizaban con su presencia “desvergonzada”.
Los calzoncillos de la estatua
Fue entonces que alguien del municipio local, tal vez como diablura o en un exceso de decencia, urdió una tragicómica idea. Una noche, puso unos calzoncillos al desnudo dios. Así amaneció al otro día, rodeado de maulinos que observaban incrédulos la escena. Pero uno de ellos, sacando una navaja, corto la prenda justo alrededor de los órganos genitales. Se dijo que aquello era el colmo de la inmoralidad.
¿Y la estatua del guanay?
Varios vecinos terciaron en la discusión llevándola a un terreno más razonable: ¿Por qué traer ese monumento europeo y no hacer esculpir la estatua del guanay, verdadero personaje del Maule?
Una noche, uno de los caballeros, a quien Latorre llama don Santiago, dijo en voz alta: “Ningún artista ha venido al Maule y se ha dado cuenta de lo que significa como elemento racial, pero la Municipalidad de Constitución ¿no puede sugerir a un escultor chileno, a un Virginio Arias o a un Nicanor Plaza, que venga en el verano, lo estudie y presente un proyecto?
La lapidación del monumento
Pero el óxido del mar (elemento no contemplado por los impulsores de la idea) fue dañando paulatinamente la estructura. Entonces, un día cualquiera, dice Latorre (también lo evoca el poeta Carlos Acuña), alguien, algún muchacho impulsado por inexplicable afán, lanzó una pedrada sobre el dios. A ella siguió otra y luego, los hijos o nietos de los defensores y detractores de la idea de traer esa estatua, se unieron para apedrear por décadas, incansablemente, a la efigie, que fue soltando sus piezas, destrozándose, hasta quedar sólo un pie sobre el pedestal. Más tarde el Municipio, a principios del siglo XX, demolió lo que quedó del legendario “mono de bronce”, más cultamente llamado El Mercurio de Bolonia. Latorre reconoce haber sido participe, junto a sus hermanos, en esta feroz acción destructora.
Una crónica maulina de desencuentros religiosos y políticos, de enfrentamientos morales y librepensadores, que los descendientes de ambas familias, saldaron con la mano certera de la pedrada.