Tras las elecciones municipales de 2012, las primeras con el sistema de inscripción automática y voto voluntario, comenzaron las voces de alerta frente a un fantasma: El abstencionismo. En 2008, un total de 6.959.075 personas emitieron su voto, en 2012 el total de votos emitidos fue de 5.790.906, constatando una caída del 16,79% en la participación. Cuatro años más tarde, en las municipales de 2016 el abstencionismo llegó a un 65,11%.
Académicos, parlamentarios y políticos en general, concordamos en que la baja participación genera serios problemas de legitimidad para los candidatos elegidos y las instituciones democráticas en que se desempeñan. Basta con mirar casos en mi Región del Maule, donde la mitad de los alcaldes en funciones fueron electos con menos del 25% de los votos del padrón de su comuna. Incluso, tenemos cinco que fueron electos con menos del 15,1% de votos del universo electoral de su comuna. A nivel de gobernador regional, existe un resguardo: Si un candidato no superaba el umbral del 40% de los votos, se pasaba a segunda vuelta para definir al ganador y así “legitimar” su resultado. Sin embargo, tal resguardo no se extiende a todos los procesos democráticos: En la Región del Maule 6 alcaldes obtuvieron menos del 40% de los votos, ¿Segunda vuelta municipal? Tal cosa no existe en nuestra legislación.
Pero, ¿El problema será únicamente el voto voluntario o existirán otras razones?
Volviendo a establecer el voto obligatorio, remediamos en parte el problema de legitimidad que cargan las autoridades electas con una fracción del universo de votantes poco representativa de la voluntad popular, pero debemos ser conscientes de que hay otras razones que explican la abstención de buena parte de la ciudadanía y que debemos hacernos cargo de ello.
Pienso que la desafección política que existe en nuestro país, tiene sus razones en los casos de corrupción: Financiamiento ilegal de la política, legisladores recibiendo órdenes de empresas, acuerdos políticos entre cuatro paredes, familias completas “trabajando” en el Estado, entre tantos otros problemas, que han hecho que la ciudadanía se desentienda de la política, deje que sólo los más ideologizados participen del debate y se arroguen la representación de la ciudadanía.
Entonces, el voto obligatorio puede remediar un síntoma del problema: El de la legitimidad de las autoridades electas, ya que permite conocer la voluntad del universo de los votantes y no solo de la fracción que se acercó a las urnas. Pero no solucionará la desconfianza ni la deslegitimación de la que es objeto el sistema político. No hay que pensar que con esta medida, los políticos estamos responsabilizando al electorado de la descomposición de nuestro modelo de participación, pues tal responsabilidad es nuestra, y por lo tanto, está en nuestras manos buscar razones y respuestas.
Pero, ¿Dónde está el mea culpa de la clase política? Al más estilo de Poncio Pilatos, varios se lavan las manos y desconocen que son los partidos y movimientos políticos los causantes de esta abulia. Somos nosotros los que tenemos que salir a reencantar a la ciudadanía, recuperar la confianza del electorado, sintonizar nuevamente con las bases. Los políticos tenemos mucho por hacer, partir asumiendo que para legitimar los resultados eleccionarios no sólo basta con obligar a las personas a que vayan a votar. La ciudadanía debe volver a ser parte activa del proceso democrático.
Casi diez años después de la llegada del voto voluntario, la reposición del voto obligatorio parece inminente. Y sí, es necesario, pues requerimos volver a legitimar a nuestras autoridades, aumentando los niveles de participación. Pero al mismo tiempo, tenemos que seguir trabajando para recuperar las confianzas ciudadanas, por lo que debemos fortalecer y perfeccionar nuestra democracia, aumentando la transparencia, endureciendo las sanciones de quienes cometen delitos contra la probidad, robusteciendo los mecanismos de control y generando instancias de participación ciudadana reales, entre otras tantas medidas.
Si los políticos y los partidos hubiésemos hecho bien la pega, hoy no estaría en discusión si el voto es obligatorio o voluntario, el ciudadano estaría deseoso de participar, ya que sentiría que su voto puede hacer un cambio y así dejar de escuchar “da lo mismo quien gane, mañana tengo que ir a trabajar igual”. Efectivamente, mañana habrá que trabajar igual, pero que sea en un Chile mejor, construido por todos y que represente a la mayoría.