Llega un momento en que las personas suelen preguntarse cuál ha de ser su legado, para “después de sus días”, tal como señala Andrés Bello en el Código Civil. Unos piensan en sus bienes y la mejor manera de disponer de ellos. Otros intentan determinar si la forma en que vivieron podrá servir como ejemplo y pauta para alguien. Algunos hacen listados de logros y fracasos. De haberes y deberes.
Pero, cuando los plazos se acercan presurosos a los tiempos postreros, todos buscan definir cuál habrá de ser su legado. Con orgullo, con modestia, con desazón o con pesadumbre, todos habremos de pasar por ese trance. Los simples mortales, las gentes de a pie, los seres comunes y corrientes que poblamos el planeta. Y los otros, aquellos que aspiran a dar nombre a alguna calle, llenar páginas de libros y “dejar fama y memoria de mi”, como dijo Pedro de Valdivia.
Esos últimos, los aspirantes a próceres, los que sueñan con ser carne de estatua, seguramente sufren más que nosotros porque es cosa sabida que la fama, la estima y la gloria son esquivas. El prestigio es inestable y tornadizo, como la rueda de la fortuna. Por eso, el legado siempre es caprichoso y nadie puede dejarle “atado y bien atado”.
Toda la excesiva perorata anterior, a propósito de estar próximos a iniciar el último año del actual gobierno y, con el plazo en inminencias, asesores varios destinarán sus mejores talentos a definir cuál ha de ser el legado definitivo de Sebastián Piñera. El legado público, por cierto. Porque el privado no debiera interesarnos.
Una mirada medianamente objetiva habrá de concluir que, guste o no, el primer mandato de Piñera tiene un legado claro y contundente: la reconstrucción del país, tras el funesto terremoto de 2010. Nada se saca con intentar disimular la magnitud de la tarea o el ahínco con que el Presidente la acometió. Nadie puede, tampoco, dejar de hacer la odiosa comparación que todos sabemos y alegrarse de que haya sido él quien se hiciera cargo. Soy un convencido de que Dios, o el destino si el Lector lo prefiere, pone siempre a los (y las) mejores frente a la adversidad. Y saca de allí a aquellos (y aquellas) que no serían un aporte.
¿Y el actual mandato? ¿Cuál será, pese a que el plazo aún no cierra, el legado de esta segunda administración de Sebastián Piñera? Pareciera que, de no mediar contingencias inciertas, el legado de este período presidencial no habrá de estar en lo político ni lo económico.
Este gobierno dejará como legado la manera con que enfrentó la pandemia, las crisis consecuentes y como nos condujo a superarlas. Porque, esperanzas mediante, saldremos airosos de la mayor catástrofe sanitaria de los últimos cien años. Y, en esa ardua tarea, las cualidades personales y profesionales de Piñera han sido de la mayor relevancia.
Su capacidad organizativa, el manejo de equipos, la visión estratégica y, sobre todo, su empeño en pos del objetivo, sin desalentarse ante la mezquindad, la pequeñez o ingratitud de algunos, le han convertido, nuevamente, en el líder adecuado en el momento justo. La hipotética presencia de otra persona al frente de La Moneda nos parece que habría sido lamentable.
Y si bien los libros de Historia aún están por escribirse, las páginas que dediquen a estos tiempos habrán de destacar la rigurosidad técnica y el compromiso gubernamental con que Chile enfrentó la crisis y consiguió superarla mejor que muchos. Un legado de gobierno no se construye con encuestas ni se mantiene con discursos, ni se instala con marketing. Surge del valor ante los contratiempos, de la voluntad por sobre la adversidad y la convicción de que los infortunios se superan con esfuerzo. Y de eso, este gobierno ha dado prueba.